Los alquimistas consideraban al azufre el principio portador de la luz y del fuego. Para ellos el azufre era el «portador del Sol» (en latín, azufre = sulphur, sol = sol, ferre = llevar). En el Sol se manifiesta el espíritu divino creador en la Naturaleza externa. Con la colaboración del azufre, la fuerza solar que organiza los campos vitales puede también penetrar en el frío y en la oscuridad, contrarrestando la dureza y la inercia. A este elemento amarillo, que al arder produce temperaturas muy elevadas, los alquimistas lo llamaban, y con razón, ignis terrae (fuego de la Tierra), o también solis scorpio en alusión a la posición cósmica baja que ocupa el Sol en el signo de Escorpión. En este contexto también se comprende aquella creencia religiosa de que en el infierno arden fuegos sulfurosos, el azufre simboliza el ánimo en su estado más bajo.
Las fuerzas del azufre le proporcionan a las crucíferas una enorme vitalidad y una asombrosa capacidad de creación. Estas plantas rebosan de vitalidad etérea. A pesar del frío clima brotan a principios de la primavera, crecen rápidamente sin lignificarse, echan profundas raíces en el suelo y florecen abundantemente. Cuando ya se han marchitado las flores inferiores formándose las típicas silicuas, las inflorescencias del extremo superior siguen produciendo abundantes flores amarillas. Las flores ricas en néctar son muy apreciadas por las abejas en las regiones nórdicas. Las semillas, que se producen en gran cantidad y que suelen conservar su poder germinativo durante decenios, contienen mucha luz y calor solar materializados en forma de aceite. Más de un 4o por ciento del contenido de las semillas de la mostaza es aceite. ¡Y qué enorme capacidad plástica presentan las crucíferas! Pensemos solamente en la gran variedad de coles (Brassica) emparentadas estrechamente con la mostaza. Están, por ejemplo, la berza, que convierte su fuerza etérea en enormes hojas carnosas, el colinabo grande, de gruesa raíz, el colinabo de tallo hinchado, las coles de Bruselas, con sus grandes cogollos, el repollo, con su enorme yema terminal, la coliflor, que se manifiesta sobre todo como cuerpo floral embrional, y la naba, que destaca por su enorme producción de semillas.
En todo esto reconocemos la acción del azufre. El espíritu creador, el arquitecto cósmico o, para expresarlo de forma más conforme a la época, el campo morfogenético determinante, «se moja los dedos en azufre», como lo expresara Rudolf Steiner, para dar forma a la materia fría e inerte. Por medio del azufre, el espíritu interviene en la conformación de la Naturaleza. En el microcosmos humano hace lo mismo. Cuando el hombre se vuelve perezoso y melancólico, eso se debe a que no posee suficiente fuerza sulfurosa y debe tomarla prestada del macrocosmos. Así, por ejemplo, los aceites de la mostaza intervienen en el cuerpo humano actuando sobre los procesos metabólicos inconscientes. A pesar de que esta hierba sea en ocasiones de difícil digestión, sus semillas, sobre todo las de las especies de mostazas, tienen efectos estimulantes sobre el metabolismo global, transportan la «fuerza del Yo» hasta las partes inferiores del cuerpo. El rábano picante, por ejemplo, facilita la digestión, dejando la cabeza despejada y haciendo desaparecer la migraña. Estas plantas sulfurosas también son beneficiosas para el hígado, y a eso se debe que los bávaros coman rábanos cuando beben cerveza.