La Coronación

El aficionado a las plantas las irá percibiendo poco a poco, primero percibirá su belleza y pureza, y posteriormente su brillo etéreo. Finalmente la planta se nos presentará con su propia espiritualidad. El intelecto crítico, que solo es capaz de medir, diseccionar y analizar, es un obstáculo en esta aproximación. Por este motivo, Edward Bach dejó de lado todas las consideraciones complicadas influidas por el intelecto crítico. Sin confundir lo percibido con sus propias ideas, escuchó el mensaje de los devas de las plantas. Sencillamente transmitió el mensaje de la irradiación anímica de las plantas, sin preocuparse de que hubiera personas que calificaran su obra de «conmovedoramente ingenua».

Sin embargo, hace falta tener una enorme fortaleza para poder descubrir de esta manera el deva de las plantas. Es preciso disponer de un grado de fortaleza interior que las personas «normales» no suelen poseer. Los antiguos sabían que se enfrentaban a seres divinos y que habían de luchar contra ángeles. Un hombre que logre entablar una relación de amistad personal con un solo deva vegetal habrá conseguido algo extraordinario para toda la humanidad. En este encuentro, muchas veces descubre un símbolo representativo de la civilización, una clave para llegar hasta las profundidades del alma humana o un nuevo alimento o remedio curativo. Edward Bach logró establecer esta relación, y no solo con una especie sino con tres docenas de plantas de diferentes géneros. Tras sus modestas palabras, culminación del típico eufemismo inglés, se esconde el trabajo de un «Hércules fitosófico». Por ello no es de extrañar que, una vez concluida su obra vital y después de haber estudiado las altas vibraciones espirituales de la segunda serie, no le quedara mucho tiempo de vida.

Las últimas plantas descubiertas por Bach en 1935 son: dos arbustos, una planta trepadora y dos hierbas de flor. Con el acebo (Holly) y la madreselva (Honeysuckle) parece que el médico galés se vuelve a sumergir profundamente en el misterio del alma popular colectiva que lo pone en comunicación con la sabiduría y el mundo vivencial de sus antepasados galeses. Ambas plantas tenían un papel primordial en el culto druida, igual como actualmente lo tienen en la botánica popular británica. A estas les siguieron la rosa silvestre (Wild Rose) y la leche de gallina (Star of Bethlehem), es decir, una rosa y una azucena. La flor blanca y la flor roja, símbolos de la leche y de la sangre, de la Luna y del Sol, de la inocencia celestial y del sufrimiento terrenal, son el Yin y el Yang del concepto occidental del mundo. La azucena y la rosa simbolizan el aspecto terrenal y el aspecto cósmico del Yo Superior, del Redentor, que constituye el centro integrador de nuestra cultura cristiana occidental.

La mostaza blanca (Mustard), hierba crucífera de flores color amarillo vivo, corona la obra ya acabada. El azufre era considerado un signo del alma liberada (Animus) por los alquimistas, y con frecuencia se equiparaba al oro y al sol. Para los filósofos alquimistas el Universo estaba compuesto por tres principios, la sal (lo sólido, lo concentrado, el cuerpo, la Tierra mineral), el mercurio (lo efímero, lo líquido, el espíritu vital, la Luna), y el azufre (lo ardiente, el ánima, la conciencia creadora, el Sol). Estos tres principios originales también podían ser representados por la flor de la rosa (sal), de la azucena (mercurio) y una flor de color amarillo azufre, la mostaza blanca (azufre). Estas flores llenas de significado constituyen el remate que culmina la obra del maestro de la botánica del alma.